
La Planeación Estratégica no se trata de adivinar el futuro de una organización, pero sí de definir su rumbo, es decir, un marco general que delimita y orienta su esfuerzo estratégico. Y esto es fundamental, pues si una organización no sabe a dónde va, no puede definir cómo avanzar y llegar allí; cualquier avance que realice podría realmente ser un retroceso; no podrá enfocar su energía; se volverá reactiva y se concentrará en lo urgente y ruidoso, pues ni siquiera sabrá qué es lo importante.
La Planeación Estratégica no implica anticipar las decisiones que la organización tomará en el futuro, pero si es reflexionar activamente sobre el futuro. Por ende, no se trata de definir las rutas a recorrer o las acciones a realizar para crecer, afianzarse, conquistar, avanzar o cumplir con su objeto social y lograr los resultados que necesita/desea alcanzar en los siguientes años, o décadas. En mi parecer tal idea resulta un poco absurda, pues el nivel de incertidumbre sería demasiado alto, ya que el entorno no es estático y la competencia no es pasiva, así que cualquier supuesto que se hubiere contemplado respecto de una determinada ruta de acción, cualquier apuesta que se hiciere respecto de lo que se cree que va a pasar si elegimos un camino particular, podría no tener suficiente sustento, por tanto, perder valor rápidamente. Y esto se da, principalmente, porque no podemos anticipar todo lo que va a suceder, ello requeriría de un vidente, o tendría que construirse a partir de interpretaciones del entorno y de la realidad que probablemente estén incompletas (pues hay demasiadas variables en juego y demasiados cambios en movimiento) y además podrían estar un tanto sesgadas, pues están mediadas por nuestras ideas y prejuicios y por nuestra propia y particular manera de ver el mundo.
Sin embargo, planear estratégicamente si implica que se deben definir cuáles son los resultados deseados en un determinado periodo de tiempo, y, a partir de ello fijar las metas concretas que establecen con claridad qué es lo que se quiere y se debe lograr. Es decir, la Planeación Estratégica está más en el campo de los “qué”, que en el campo de los “cómo”.
A este punto es importante resaltar que el horizonte de tiempo apropiado para la Planeación Estratégica depende del tipo de organización, que a su vez depende de su objeto social (lo que hace) y del entorno en el que se desarrolla dicho objeto social. En general podríamos hablar de dos tipos de organización: Organizaciones con alta complejidad y Organizaciones con baja complejidad.
Las Organizaciones con Alta Complejidad son aquellas que operan en entornos de alta volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad (VUCA[1]), mientras que las de Baja Complejidad se enfrentan a entornos más estables y predecibles. La velocidad de cambio del entorno es la clave y puede impactar la estrategia de la organización, su sostenibilidad e incluso su objeto social y naturaleza jurídica. Las empresas de tecnología, por ejemplo, compiten en un entorno muy dinámico, agresivo y cambiante, por lo que requieren de una mayor capacidad de adaptación y velocidad de cambio que la que requerirían, por ejemplo, Empresas de Servicios Públicos o Cajas de Compensación, que prestan servicios que son altamente regulados[2] con condiciones que se mantienen estables durante muchos años.
Así, la Planeación Estratégica para Organizaciones con Alta Complejidad debería realizarse para horizontes cortos de tiempo, mientras que Organizaciones con Baja Complejidad pueden planear con una perspectiva de más largo plazo.
Es de anotar que, es posible que haya períodos de tiempo en los que Organizaciones con Baja Complejidad enfrenten[3] entornos VUCA, altamente cambiantes, lo cual implica que en relación con la planeación deberían empezar a actuar (al menos de manera temporal) como lo hacen las Organizaciones con Alta Complejidad, reduciendo significativamente los períodos de planeación. Corresponde a los líderes de cada empresa/organización observar lo que pasa en su entorno y discernir si se está en este escenario y tomar las decisiones oportunas que permitan ajustar el ciclo de planeación.
Pero volvamos a la idea de que planear estratégicamente conlleva el definir cuáles son las metas para el horizonte de planeación. Al respecto, quiero manifestar que, luego de casi dos décadas guiando procesos de planeación estratégica de carácter participativo en múltiples organizaciones de diversa índole y en variados sectores, encuentro que lo más difícil del proceso es lograr que se establezcan metas retadoras e indicadores objetivos para éstas[4].
En mi opinión, tal resistencia surge porque hay una sensación generalizada respecto de que una meta retadora tiene demasiados factores fuera del control de la persona, del área, e incluso de la organización. Así que resulta muy común que quienes participan del proceso de planeación propongan indicadores de gestión y metas basadas en la realización de actividades (que sí están en su ámbito de control), máxime cuando su evaluación de desempeño y/o su bono anual dependan de lograr lo prometido. También sucede que se propongan metas tibias, poco retadoras, apenas superiores a las logradas en períodos anteriores, metas que quienes trabajan en la organización se sienten confiados en poder lograr sin salir de su zona de confort.
Por supuesto ello resulta muy inconveniente, pues una organización no existe para simplemente hacer cosas, sino para lograr resultados, para provocar cambios, para transformar realidades y para cumplir con su propósito. Hacer actividades puede conllevar el cumplimiento de las funciones establecidas, pero no hará que la organización avance, crezca, evolucione, sea mejor o más valiosa. Por tanto, cada meta debería sacar a la organización, y a quienes allí trabajan, de su zona de confort para hacerlos ir más allá de lo que han logrado, para garantizar que las actividades no sean un fin sino un medio para avanzar.
Lograr grandes metas es difícil, implica exigirse a uno mismo, esforzarse y arriesgarse; y ello puede dar miedo. Y puede confundirse esfuerzo con resultado; aunque claramente no es lo mismo. Si bien un gran esfuerzo podría conducir a un gran resultado, no hay garantía de ello, pues requiere que el esfuerzo se realice en la dirección adecuada, en el momento oportuno, adaptándose a las circunstancias y, quizás, contando con un poco de suerte (para que se alineen cosas que están fuera de nuestro control). Así que lograr un resultado extraordinario no solo requiere de esfuerzo sino también de inteligencia, sagacidad, flexibilidad, capacidad de adaptación y valentía. Requiere de la decidida exploración de nuevos caminos. Y todo ello implica una permanente observación y reflexión, del entorno, así como de la propia acción y sus resultados. Requiere tomar decisiones basadas en evidencia y una mirada más amplia de la realidad.
Al final, una vez definidas las metas, todo confluye en la definición de estrategias y tácticas, que no son otra cosa que rutas de acción que contienen apuestas sobre cómo responder a los retos que el futuro plantea (y también el presente), sobre cómo generar y aprovechar oportunidades y sobre como alcanzar los resultados deseados.
Claro que una cosa es definir una estrategia y otra es implementarla pues, como hemos dicho, el entorno no es estático. Además, en un ambiente de competencia el tener una buena estrategia e implementarla bien puede no ser suficiente, pues hay otros jugadores realizando sus propias estrategias. Y es que competir es en esencia un enfrentamiento de estrategias. Por tanto, un líder con visión estratégica entiende que la organización debe estar en constante movimiento y evolución, explorando nuevas formas para agregar valor en lo que hace, porque una pequeña diferencia puede aportar una gran ventaja, porque cualquier ventaja puede llegar a ser imitada.
Por supuesto, el riesgo está en que las estrategias definidas, aun siendo fruto de un análisis concienzudo y por tanto razonables en el papel, siendo creativas e innovadoras y coherentes con las capacidades de la organización, sean equivocadas o insuficientes, o no apliquen en un contexto particular. No siempre es fácil saberlo, pues requiere una lectura adecuada del entorno y conlleva el discernir la diferencia entre una estrategia efectiva y una que no lo es, y tener claro cuál es el tiempo que una determinada estrategia requiere para mostrar sus bondades, así como cuál es el momento adecuado para ponerla en marcha y cuáles serían las condiciones que determinen que hay que abandonarla[5]. Sí, abandonarla, pero solo si esto significa avanzar, porque pensar estratégicamente no es solo sagacidad o darse cuenta o crear soluciones o anticipar posibilidades y descubrir oportunidades, sino que también es “el arte de la renuncia”.
En consecuencia, y dado que uno podría simplemente no percatarse de que una estrategia no es la adecuada, o que se agotó, la evaluación permanente es necesaria, ya que hay que poder validar si las rutas de acción elegidas nos están llevando a donde queremos llegar y a partir de ello, soltar, reorientar y volver a intentar, o mantener y reforzar.
Así que es adecuado decir que las estrategias son emergentes, situacionales y temporales, y que una estrategia efectiva es flexible y se adapta a las fluctuaciones del contexto. Pero éstas no se conciben en abstracto, pues es precisamente la Planeación Estratégica el referente para su concepción, aquello a lo que apuntan, el marco para la formulación de tácticas, la motivación para la creación e identificación de nuevas rutas de acción. En resumen, son los “qué” los que determinan los “cómo”, y no al revés.
Estoy convencido que a pesar de la incertidumbre y de la posibilidad de equivocarse, la Planeación Estratégica es necesaria, vital incluso, porque más que definir el futuro, es en esencia un proceso de preparación para el futuro. Y en tal sentido aporta claridad, rumbo, aprendizajes, nuevas posibilidades y capacidad de respuesta. Sin embargo, para que agregue ese valor, el proceso debe hacerse con profundidad y método, induciendo conversaciones estratégicas y abriendo espacio a la creatividad, y sustentarse en datos e información, en ideas y argumentos, en la propia experiencia y en la de otros, en una mirada lo más amplia posible de la realidad y en el análisis y exploración de diversos escenarios. Y ello, por sí solo, crea capacidades y construye nuevas realidades.
¿Que la Planeación Estratégica ha muerto? Todo lo contrario.
[1] Para entender el concepto VUCA se sugiere leer el artículo “Un Mundo donde el cambio es la constante”, en:
https://www.linkedin.com/pulse/un-mundo-donde-el-cambio-es-la-constante-restrepo-palacio
[2] En el caso de Colombia
[3] Un claro ejemplo de esto (organizaciones de baja complejidad que, de forma temporal, enfrentan entornos VUCA) es lo que ha venido ocurriendo entre 2023 y 2025 con el sector salud en Colombia. Cualquier planeación que hubiere hecho alguna Entidad Prestadora de Salud (EPS) previo a 2023 podría no tener ningún valor, pues todos los supuestos sobre los que dicha planeación se hubiere sustentado habrían cambiado, y de seguro varias veces, en estos dos años.
[4] De acuerdo con mi experiencia, la resistencia a comprometerse con metas retadoras e indicadores objetivos se presenta con mayor frecuencia en organizaciones gubernamentales y del Estado, y con menor frecuencia en multinacionales.
[5] Un elemento adicional que considerar en esto es lo que llamamos “la Terquedad de la Estrategia”, que literalmente significa no querer soltar una estrategia que no funciona, o no poder aceptar la necesidad de cambiarla. El principal factor en la Terquedad de la Estrategia es el ego, es decir: como fui el creador de la estrategia o participé activamente de su formulación, y tengo una muy alta opinión de mis propias ideas y creaciones, me niego a reconocer que no funcionó (o quizás temo hacerlo, para no quedar en evidencia). En consecuencia, le doy más valor a la estrategia definida que a las metas para las que fue creada, dejo de lado las metas y me concentro en la estrategia, y buscaré todo tipo de explicaciones (externas a la estrategia) para justificar el por qué la meta no fue lograda.
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