Mesero, mesero, hay una mosca en mi sopa. Con esta frase comienzan muchos chistes. Uno de ellos es el del mesero aquel que, cuando escuchó el enfurecido reclamo del comensal, se acercó y ceremoniosamente despojó de guante su mano. Inclinado sobre el plato, con delicadeza, metió el pulgar e índice al caldo. Sacó el animalito, lo vio con detalle acercándolo al entrecejo. Luego, mostrándolo al cliente le explicó: “Disculpe usted caballero. No es mosca, es mosco”
Esta clase de historias, en realidad narran episodios ejemplarizantes de mal servicio. De seguro el pobre cliente, víctima de tal situación, jamás regresará a ese restaurante, y lo peor de todo es que es altamente probable que ni el mesero, ni el dueño del restaurante, y mucho menos el cocinero, se pregunten qué falló.
¿Qué fallo? ¿Falló la estrategia de servicio, fallaron los procesos, falló la gente? Algunos dirán que nada, al fin de cuentas no es más que un chiste. Pero no se trata solamente de ficción, la vida real está llena de casos de mal servicio que, si bien no traen como protagonista una mosca, siempre involucran a un cliente. He aquí, solo por poner un ejemplo, un caso real que me fue compartido por un amigo: