Una anécdota personal para empezar:
Confieso que la tecnología me atropella, en lo que se refiere a ello creo que me quedé en el siglo pasado y el cambio tecnológico se me dificulta enormemente. Contrario a mí, mi esposa tiene una gran aceptación por las nuevas y múltiples posibilidades que ofrece la tecnología y cuenta con gran capacidad de adaptación para adoptar el uso de nuevos equipos, nuevas herramientas de software, nuevas plataformas digitales. Claramente la tecnología es su amiga.
No es de extrañar que, dado ese especial gusto y facilidad, ella explore y utilice con regularidad algunos de los más reconocidos portales de comercio electrónico para realizar, de manera virtual, compras de todo tipo de objetos. Yo la he observado y claramente veo que se trata de servicios muy bien estructurados que funcionan perfectamente, las cosas llegan en los tiempos y con las especificaciones establecidas en los respectivos sitios web y si al caso algún producto no resulta ser lo esperado, o la talla no se ajusta adecuadamente, se pueden realizar devoluciones o cambios sin ningún problema. Esto resulta muy impresionante dado el enorme volumen de transacciones que simultáneamente se realizan a través de estas páginas y habla claramente de lo bien diseñados que están sus procesos y la debida articulación de estos con la plataforma tecnológica que los soporta.
Recuerdo una ocasión en la que, luego de recibir un pedido, decidimos pedir el cambio de unos zapatos, si bien la talla era la que se había solicitado, en realidad no se ajustaron debidamente al pie de quien los iba a usar, para ese modelo en específico se requería de una talla menor. El procedimiento establecido por la plataforma implica realizar una solicitud de devolución, tras lo cual llega al correo electrónico registrado una guía de mensajería que debe ser impresa. El producto, en este caso los zapatos, debe ser nuevamente empacado en el mismo empaque en el que llegó, pegarle la guía y llevarlo a una determinada compañía de envíos. Así de simple, no implica costo alguno para el cliente. Unos días después los nuevos zapatos, de la nueva talla (la especificada en el cambio), llegaron a mi domicilio.




Mesero, mesero, hay una mosca en mi sopa. Con esta frase comienzan muchos chistes. Uno de ellos es el del mesero aquel que, cuando escuchó el enfurecido reclamo del comensal, se acercó y ceremoniosamente despojó de guante su mano. Inclinado sobre el plato, con delicadeza, metió el pulgar e índice al caldo. Sacó el animalito, lo vio con detalle acercándolo al entrecejo. Luego, mostrándolo al cliente le explicó: “Disculpe usted caballero. No es mosca, es mosco”
Creo que hoy en día resulta muy claro que el servicio al cliente puede convertirse en un diferencial en la estrategia de cualquier compañía, y que a través de éste (el servicio) una organización puede posicionarse con fuerza en la mente de sus clientes, y ganar el favor y la lealtad de estos. Es, sin duda, una idea bastante difundida. Sin embargo, tal nivel de difusión, tan ricos y variados argumentos, y tan amplia oferta, al menos en mi experiencia, no parecen haber sido suficientes para que el concepto del servicio se haya interiorizado en la mayoría de las organizaciones que conozco o he conocido, y en consecuencia la orientación al servicio no se siente, y muy pocas veces, como cliente, he llegado a experimentar esa clase de servicio en el que la compañía que lo presta trasmite un genuino interés por mis necesidades y preocupaciones. Basta con recordar, solo por poner algunos ejemplos, las muchísimas veces en las que el cajero del banco no me miró a los ojos y a duras penas, de forma casi forzada me dio un saludo; o aquellas en las que al comunicarme con el canal telefónico de mi compañía de televisión por cable